por José M. Ortiz V.
Julio Escámez, el muralista y grabador chileno que murió desterrado en Costa Rica, el pintor que legó un cúmulo de obras de profundo realismo social en el sur del país, pensaba que arte y poesía “hacen posible la revelación de las esencias”, son la esencia de las más sublimes creaciones.
Su vida fue un profundo transitar entre diversos países, culturas y experiencias. En épocas en que la mayoría de los chilenos nacía y moría sin salir nunca de su territorio, Escámez emprendió largos periplos por China, Japón, Rusia, Vietnam, entre otros lejanos parajes. Sabía empaparse del paisaje humano y social del lugar que visitaba, lograba entender el ethos de aquellos países de culturas milenarias.
Mención aparte merece su bullado romance con Violeta Parra, quienes coincidieron en la capital penquista, al amparo de la naciente Escuela de Artes de la Universidad de Concepción, a principio de la década de los 60. Cuentan los que saben que el affaire terminó con Escámez arrancando de la Violeta por los techos del lugar donde vivía y ésta por su parte destruyendo con un cuchillo las telas del artista cañetino, imperando la pasión desenfrenada de la artista ñublesina por sobre el esfuerzo creativo del pintor cañetino.
A principio de 1943, un novel Julio Escámez Carrasco fue el único alumno elegido como ayudante por el pintor Gregorio de la Fuente. El motivo: la realización de los murales del hall de la estación de trenes de Concepción. Dueño de una técnica privilegiada y acuciosa, por esos años el muralista se volvió un entusiasta de las culturas precolombinas, motivo por el que se dedicó a recorrer Perú, Bolivia y Ecuador.
“Yo pienso que el artista en general, y los que cultivamos este oficio de crear imágenes en particular, necesitamos una concepción del mundo muy amplia”, contó el pintor, nacido en Cañete, en una entrevista. “Es tan acuciosa la realidad actual que impele a tener una noción general del mundo y del estado de la humanidad para, a partir de eso, concebir las imágenes que puedan dar cuenta, desde una posición humanista, de toda esta complejidad”, añadió.
Antes de su exilio en Costa Rica, donde vivió desde 1974 hasta su muerte en 2015, Julio Escámez se hizo conocido por una potente obra de contenido social, en donde denunció los conflictos del hombre moderno, fiel a las técnicas realistas, que empleó para recrear asuntos cotidianos de la vida popular y el paisaje americano.
“Yo no me dedico a un solo tema”, reflexionó Escámez en 2001, en una conversación sobre la originalidad, materia que para el pintor “debe ser la profundidad de su expresión”.
“Cuando un pintor reitera, es como si se limitara. A mí me interesa la consistencia de la vida, ahora los pintores pintan sobre un mismo asunto y varían sobre él, algo que a mí no me gusta mucho, porque lo considero una limitación tremenda. Es como si tuviesen un monotema y lo explotaran hasta el cansancio”, agregó.
Entre sus obras tempranas, influenciadas por Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros, son visibles las faenas de la tierra, del mar, el mineral y otros oficios atávicos, que conoció muy de cerca: el muralista nació en Antihuala, provincia de Arauco, en 1925.
“Los individuos son, en realidad, producto del conjunto de las relaciones sociales e históricas”, reflexionaba Escámez en Costa Rica, hace algunos años. “Esto determina el lugar en que uno está ubicado en la estructura social. Desde esta concepción intento explicar cómo se fue conformando mi conciencia social, mi manera de percibir el mundo, de articular los elementos de la realidad que en gran medida están supeditados al sistema de valores que nos han inculcado institucionalmente, la manera como la conciencia crítica emerge difícil y dramáticamente”.
Según Escámez, “la ubicación dentro de la estructura social de mi familia, la clase media empobrecida, determinó mi visión del mundo”. Su padre, de origen español, sufrió el drama de la guerra civil española, “cuando las aspiraciones del pueblo fueron aplastadas por el golpe fascista; él nos hablaba del renacimiento cultural vivido durante el breve período republicano”. En el padre prevalecía un sentimiento de una opción histórica truncada, “sentía en el alma, al igual que muchos otros españoles, unas aspiraciones de progreso segadas por un régimen reaccionario y cruento. Ese fue el ámbito dramático en el que transcurrió mi infancia y mi adolescencia”, contó Escámez.
“En estas estrechas condiciones de existencia familiar no habían recursos económicos para costear una educación artística, menos en una ciudad de provincia como aquella en la que vivíamos. Terminado el bachillerato en humanidades me vi obligado a desempeñar diversos oficios, como aprendiz de litógrafo y empleado de una pulpería, hasta que se presentó la oportunidad de ingresar a una academia de arte fundada por una persona excepcional: el pintor Adolfo Berchenko; este era un trashumante siempre asediado por la policía política durante la dictadura de González Videla; pesaban sobre su existencia dos estigmas: ser judío y comunista”, contó el artista.
Julio Escámez recordaba con especial valor las enseñanzas de Berchenko: “Mientras más comprometido estés con el drama humano, tendrás una conciencia social y estética más profunda”, dijo el maestro a su discípulo, a quien vinculó con el pintor y muralista Gregorio de la Fuente.
Entre 1971 y 1972, Julio Escámez pintó el que sería uno de los murales más importantes de toda su obra. Hablamos de “Principio y Fin”, un trabajo que embelleció la Municipalidad de Chillán y que fue destruido con picota y combo por los militares, posterior al golpe de Estado de 1973, la:
En esa misma obra fue fotografiado el ex Presidente Salvador Allende:
Una vez perseguido y obligado a refugiarse fuera del país, Escámez arribó a Costa Rica, donde siguió trabajando hasta sus últimos días. “Los sentimientos de pertenencia son muy complejos”, reflexionaba el pintor en esa nueva patria.
“Desde mi primer viaje encontré un continente unitario no obstante la diversidad étnica que constituye a América; esa es la maravilla de América, su mayor riqueza. Y yo me sentí, ante todo, como un habitante de este continente, y lo quiero expresar con una frase que no es mía, sino de mi colega que vive aquí también y que es chileno, Osvaldo Salas; él dijo que, viviendo en Costa Rica y no en Chile, la sensación que tenía era que simplemente había cambiado de barrio. Y ese es el sentimiento que yo tengo”, pensaba.